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El mapamundi apareció en Europa de la noche a la mañana en 1957. Un marchante se lo ofreció al Museo Británico en nombre de Enzo Ferrajoli de Ry, un librero anticuario italiano afincado en Barcelona que, en 1964, fue condenado a ocho años de prisión por el robo de libros en la biblioteca de la Seo de Zaragoza. El planisferio estaba encuadernado en un volumen con otro manuscrito, Hystoria Tartarorum, un estudio etnográfico del Imperio mongol de mediados del siglo XIII. Los expertos del museo que lo examinaron dudaron de su autenticidad. Según ellos, la tinta del mapa no era medieval, aunque sí lo era la de la Hystoria Tartarorum. Acabó adquiriendo el manuscrito el marchante estadounidense Laurence Witten II, que se lo vendió por una cantidad próxima a los 300 000 dólares al filántropo Paul Mellon, quien a su vez lo donó a Yale, su alma mater. Lo consideraba la prueba definitiva de que el descubrimiento del Nuevo Mundo había sido una hazaña vikinga y no española, de los europeos del norte y no de los del sur. La noticia fue recibida con regocijo por muchos anglosajones, para quienes el documento demostraba no solo que los vikingos habían sido los primeros en llegar a América desde Europa, sino también que habían cartografiado parte de esas nuevas tierras y que la Iglesia católica había tenido constancia de ello.

Sin embargo, algunos especialistas detectaron pronto inconsistencias, como la insularidad de Groenlandia en un tiempo en el que no se podía navegar por el Ártico y la precisión en su trazado costero, propia del siglo XX. Además, se preguntaron dónde había estado el mapa durante cinco siglos. Porque su antigüedad documentada no se remontaba más allá de Enzo Ferrajoli de Ry.

La universidad admitió por primera vez que el documento podía ser un fraude, y se sucedieron los estudios. Obviamente, hubo quienes rechazaron las conclusiones sobre la tinta de McCrone, quien en 1991 volvió a examinar muestras del mapamundi con los mismos resultados que veinticinco años antes. En 2002, la prueba del radiocarbono estableció que el pergamino data de mediados del siglo XV, pero los químicos Robin Clark y Katherine Brown, de la Universidad de Londres, confirmaron que la tinta contiene anatasa y, por consiguiente, el mapa es moderno. La conclusión lógica, a partir de esos dos trabajos, era que alguien usó en el siglo XX un soporte medieval para dibujar el mapa de Vinlandia, y es la que ahora asume Yale.

Mediante espectroscopía y microscopía, los autores del estudio determinaron la composición de la tinta y la compararon con la de otros manuscritos del siglo XV. El mapa de Vinlandia tiene poco o nada de hierro, azufre y cobre, sustancias que usaban los escribas medievales, pero titanio en mucha mayor proporción que otros manuscritos de la época.

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