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Eran las diez menos cuarto de la mañana del 1 de noviembre de 1755. En ese momento exacto el mundo se resquebrajó. Primero fue un temblor, luego un tsunami, después los incendios, el pánico y la miseria: el primero de noviembre de 1755, el día de todos los santos, el terremoto de Lisboa se llevó 100.000 vidas, estremeció Europa y se convirtió en el primer desastre moderno.

«De todas las capitales, esta era la que más se asemejaba a una ciudad de Dios en la Tierra, que parecía el último lugar sobre el que se podía desatar la ira divina» porque «era una ciudad rebosante de devoción». Así describía Nicholas Shrady, autor de The Last Day, la ciudad de Lisboa. Y debía de ser cierto, sobre todo porque nuestro fuerte nunca ha sido la predicción.

Y crack. El terremoto fue largo, algunas crónicas dicen que duró más de seis minutos, y destrozó la ciudad por las costuras. Hubo grietas que tenía más de cinco metros de ancho. Unos 40 minutos después, un tsunami arrasó el puerto y la ciudad ribereña. Nadie lo esperaba. Rousseau se preguntaba en una carta a Voltaire que «¿Cuánta gente desafortunada pereció en este desastre por haber regresado a sus casas para recuperar unos sus ropas, otros sus papeles y otros su dinero?».

Según Miguel Telles Antunes, un arqueólogo portugués que estudió una fosa común encontrada recientemente en un convento lisboeta, las muertes no sólo se debieron al terremoto y a los aplastamientos. Entre aquellos 300 cuerpos abundaban las pruebas de asesinatos e incluso de canibalismo.

El terremoto de Lisboa

Los paleosismógrafos estiman que aquel temblor estuvo cerca del 9 en la escala de Richter. Pero no es eso lo que hace que sea considerado el primer desastre moderno, sino por el impacto en la ciencia y la filosofía de su época; y, sobre todo, porque provocó un esfuerzo sin precedentes para en la búsqueda y rescate de las víctimas, en la rehabilitación y reconstrucción de la ciudad y en el estudio del fenómeno sísmico.

Eso es en esencia la sismología el estudio científico de las causas y la propagación de los temblores, pero también el esfuerzo de prevención arquitectónica, urbana y social de los daños sísmicos.

El terremoto tuvo un poderoso impacto en la sociedad y en la filosofía de su tiempo.

Walter Benjamin decía que precisamente uno de esos textos de Kant «probablemente representa los comienzos de la geografía científica en Alemania. Y ciertamente los comienzos de la sismología». Aceptaremos pulpo porque, aunque el impacto en la intelectualidad europea y americana, fue brutal, lo verdaderamente interesante pasó allí, en Lisboa, y gracias a un hombre, Sebastião José de Carvalho e Mello, más conocido hoy como el Marqués de Pombal

Pombal sobrevivió de milagro al terremoto y eso que él ya era Primer Ministro. Él fue el que dirigió las tareas de búsqueda y rescate y, posteriormente, la rehabilitación y la reconstrucción de la ciudad. Se suele decir que fue la primera vez que un estado asumió sistemáticamente la responsabilidad del día después.

Entre rehabilitación y reconstrucción, Pombal hizo algo más: pidió a todas las parroquias del país que respondieran a un cuestionario con preguntas como «¿Cuál fue la duración del terremoto? ¿Cuántas réplicas se sintieron? ¿Qué tipos de daños se ocasionaron? ¿Se notó un comportamiento extraño en los animales? o ¿Qué ocurrió con los acuíferos?». Fue la primera encuesta posterremoto de la historia y las respuestas aún están archivadas en el archivo histórico nacional de Torre do Tombo.

A veces la ciencia tiene estas cosas, nuestro interés en ella aparece cuando ya le vemos las orejas al lobo. En este caso, el terremoto más destructivo que nunca ha sufrido la Península ibérica, dio paso al primer intento sistemático de descripción objetiva de un terremoto.

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