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El Ford Mustang es el coche fetiche de varias generaciones de estadounidenses, un espectacular deportivo que la firma de Dearborn introdujo en el mercado a mediados de los sesenta y que aún hoy sigue fabricándose y vendiéndose con éxito. Pero lo que muchos no sabrán es que el pura sangre que aparece en su logotipo es un homenaje a la raza autóctona de caballo que pobló a millones las llanuras norteamericanas durante siglos, mucho antes que sus homónimos de cuatro ruedas surcaran la mítica Ruta 66.
Esta raza de caballos salvajes es originaria de los primeros caballos que los españoles llevaron a América, los prestigiosos caballos andaluces, árabes o hispano-árabes que pudieron escapar de sus amos al llegar al Nuevo Mundo para abrírseles ante ellos un auténtico paraíso terrenal. Kilómetros y kilómetros de llanuras repletas de pasto y sin depredadores naturales que temer que hicieron que estas primeras manadas se fueran reproduciendo a una velocidad vertiginosa. En su punto álgido, a comienzos del siglo XX, los mustangs llegaron a alcanzar los 2 millones de cabezas, suponiendo un verdadero problema para los ganaderos que empezaron a cazarlos sistemáticamente hasta reducir su número a 320.000 hacia la década de los 60. Finalmente en 1971 el Congreso estadounidense decretó a la especie como protegida prohibiendo su caza.
Pero la historia del caballo en este continente no era nueva ya que habían existido equinos hasta finales del Pleistoceno, hace 10.000 años. Desde entonces el caballo se desarrolló enormemente en Asia y Europa mientras en América sus pobladores carecían de este importantísimo medio de transporte. Así, los grandes beneficiados de la llegada del Mustang y su espectacular desarrollo fueron los nativos norteamericanos que adoptaron la cultura del caballo como suya llegando a una simbiosis casi mística.
Precisamente la labor de los nativos en el territorio norteamericano tuvo mucho que ver en el desarrollo de esta nueva especie. Pese al mito de la América virgen que acostumbramos a tener, lo cierto es que los nativos norteamericanos cambiaron y mucho el paisaje de Norteamérica. Para facilitar el desarrollo y la caza de su principal sustento, el bisonte, realizaron durante siglos sistemáticas quemas de arbustos que permitieron la expansión de las praderas donde pastaban las millones de cabezas de bisonte que poblaban el continente, posibilitando su expansión, y por ende, la del recién llegado caballo.
Así, a partir de la llegada del caballo de la mano de los españoles hacia principios del siglo XVI y, sobre todo a partir del siglo XVII, los principales pueblos de amerindios de las grandes llanuras adoptaron y domesticaron al fiero Mustang para sus actividades cotidianas como la caza, la guerra o el transporte, algo básico para naciones nómadas como los sioux, cheyennes, pies negros o comanches.
El nombre de Mustang proviene de la palabra española “mesteño”, nombre con el que se denominaba a los caballos asilvestrados también llamados cimarrones. En un principio los nativos tenían prohibido montar a caballo, actividad exclusiva de los españoles, pero diferentes razias de tribus indias en la frontera de México y Florida, bastiones hispanos en Norteamérica, junto con los propios caballos que escapaban de los españoles hicieron que la raza Mustang se fuera desarrollando y expandiendo por el territorio. Poco después por el norte, los conquistadores franceses introdujeron ejemplares normandos y bretones y los holandeses sus típicos frisones, complementando la diversidad racial de los Mustangs.
Poseer un caballo era signo de distinción en una tribu y este nuevo medio de transporte permitió ir sedenterizando a las problaciones indias toda vez que iban ocupando las Grandes Llanuras en un largo proceso de migración hacia el norte. Las naciones indias fueron sustituyendo al perro por el caballo como animal fetiche al que llamaban al principio “Gran Perro”.
Las tribus nativas de Estados Unidos adoptaron así la cultura del Mustang que a partir de entonces y gracias al cine, la literatura y la televisión se asoció a ellos y a una áurea de misticismo salvaje y libertad. Esa asociación de ideas precisamente daría origen al mítico automóvil de la Ford, y antes, a su equivalente aeronáutico, el veloz caza Mustang protagonista de las grandes batallas aéreas de la Segunda Guerra Mundial.